A finales
del mes de En’Kara del año 10.117, a contar desde la fundación de la ciudad de
Ar, llegué al palacio de los Reyes Sacerdotes en las Montañas Sardar del
planeta Gor, nuestra Contratierra.
Cuatro días
antes había llegado, montado en un tarn, a la empalizada negra que rodea a las
temidas Sardar, esas montañas oscuras coronadas de hielo, sagradas para los
Reyes Sacerdotes, prohibidas a los hombres, a los mortales y a todas las
criaturas de carne y hueso.
Desmonté y
liberé al tarn, mi montura gigantesca con aspecto de halcón, porque no me
podría acompañar cuando me internara en las Sardar. Una vez había intentado internarse
conmigo en las montañas, pero no volvería a repetir la prueba. Lo había
detenido el escudo de los Reyes Sacerdotes, que había influido sobre el ave,
quizás afectando el mecanismo del oído interno, de modo que el animal no había
podido controlarse y había caído al suelo, desorientado y confundido. A los
montes sólo podían entrar los hombres, y nunca regresaban.
Lamenté
separarme del tarn, porque era un ave excelente, inteligente, valerosa y fiel.
La quería mucho, y sólo diciéndole palabras duras pude alejarla de mí, y cuando
desapareció a lo lejos sentí deseos de llorar.
No estaba
apartado de la feria de En’Kara, una de las cuatro grandes ferias que se
celebraba a la sombra de las Sardar durante el año goreano; y poco después
caminaba con paso lento por la larga avenida central entre las tiendas, los
puestos, los pabellones y los depósitos, en dirección a la alta puerta de
madera, formada por leños oscuros, más allá de los cuales se elevan las propias
Montañas Sardar, el santuario de los dioses de este mundo, conocidos como los
Reyes Sacerdotes por los mortales, los hombres que viven al pie de la montaña.
Pensé
detenerme brevemente en la feria, porque tenía que comprar alimentos para el
viaje hacia el interior de las Montañas Sardar, y debía entregar un bolso de
cuero a cierto miembro de la Casta de los Escribas; era un bolso que contenía
una reseña de lo que había ocurrido durante los últimos meses en la ciudad de
Tharna, un breve relato de los hechos que a mi juicio debían quedar
registrados.
Hubiera
deseado disponer de más tiempo para visitar la feria y examinar sus mercancías,
beber en sus tabernas y conversar con los comerciantes, pues esas ferias son el
lugar de cita donde se encuentran los habitantes de muchas ciudades goreanas
hostiles, y constituyen casi la única oportunidad para que los ciudadanos de
distintos lugares se reúnan pacíficamente.
Por eso las
ciudades de Gor apoyan las ferias. A veces son el terreno donde pueden
resolverse amistosamente disputas territoriales y comerciales, y donde los
plenipotenciarios de las ciudades en guerra se encuentran, aparentemente, por
casualidad.
Además, los
miembros de castas, como la de los Médicos y los Constructores, usan la feria
para difundir información y técnicas entre los hermanos de sus propias castas;
así se establece en sus códigos, pese al hecho de que a veces las respectivas
ciudades son mutuamente hostiles.
Mi pequeño
amigo, Torm de Ko-ro-ba, de la Casta de los Escribas, había estado en las
ferias cuatro veces en su vida. Según dijo, en su tiempo había refutado a
setecientos ocho escribas de cincuenta y siete ciudades, pero yo no doy fe de
la exactitud de su versión, y a veces sospecho que Torm, como la mayoría de los
miembros de su casta, y de la mía, tiende a mostrarse un poco exagerado en el
relato de sus propias victorias.
Por otra
parte, cuando hay diferencias entre los miembros de mi propia casta, la de los
Guerreros, es más fácil decir quién venció, pues el derrotado a menudo queda
herido muerto, a los pies del vencedor. En cambio, en las disputas entre
Escribas la sangre derramada es invisible y los enemigos del valiente se
retiran en buen orden, vilipendiando a sus enemigos y reagrupando fuerzas para
la campaña del día siguiente.
Extrañé a
Torm y me pregunté si volvería a verlo jamás revisando los escritos
polvorientos de otros autores, derribando el tintero de su escritorio con el
movimiento altanero de su túnica azul, y denunciando en términos exaltados a
otro escriba que afirmara haber descubierto una idea que ya estaba anotada en
antiguos manuscritos, por supuesto conocidos por Torm, pero no por el
infortunado escriba en cuestión, o cobijándose con su capa para combatir el
frío, y acercando los pies al brasero de carbón que invariablemente estaba
encendido bajo su mesa.
Imaginé que
Torm podría estar aquí o allá, pues los nativos de Ko-ro-ba habían sido
dispersados por los Reyes Sacerdotes. No pensaba buscarle en la feria, y si le
encontraba tampoco haría notar mi presencia, pues según la voluntad de los
Reyes Sacerdotes los hombres de Ko-ro-ba no podían estar reunidos, y no deseaba
poner en riesgo la seguridad del pequeño escriba; Gor se beneficiaba con las
extrañas excentricidades de Torm. La Contratierra nunca sería la misma sin la
presencia del belicoso y exasperado Torm. Sonreí para mí. Sabía que si llegaba
a encontrarlo vendría inmediatamente e insistiría en que le llevase a las
Montañas Sardar, pese a que sabía que eso equivalía a su propia muerte: y, yo
me vería obligado a levantarlo en vilo, meterlo de cabeza en un barril lleno de
agua y escapar. Quizás sería más seguro arrojarle a un pozo. Torm ya había
emergido de un pozo varias veces en su vida, y quien le conociera no se
extrañaría al verle salir airoso del fondo de uno.
A
propósito: las ferias están regidas por el Derecho de los Mercaderes, y se
sostienen con los alquileres de las tiendas y los impuestos que se cobran por
el tráfico comercial. Las instalaciones comerciales son las mejores que existen
en Gor —si se exceptúa la Calle de las Monedas de Ar—. Aquí se aceptan cartas
de crédito y se otorgan créditos también, aunque a menudo con usura. Sin
embargo, quizá todo esto no sea tan asombroso, pues dentro de sus propios
límites, las ciudades goreanas aplican la Ley de los Mercaderes cuando es
conveniente, e incluso aunque ello perjudique a sus propios ciudadanos. Por
supuesto, si no lo hicieran las ferias quedarían cerradas para los ciudadanos
de dicha ciudad.
Las pruebas
que he mencionado y que se celebran en las ferias son desde luego pacíficas, o
por lo menos no implican el uso de armas. Más aún: se considera un delito
contra los Reyes Sacerdotes manchar con sangre las armas en las ferias.
Los
enfrentamientos con armas, en encuentros a muerte, si bien no ocurren en las
ferias no son desconocidos en Gor, y son populares en algunas ciudades. Las
luchas de este tipo, que con frecuencia comprometen a criminales y a soldados
de fortuna empobrecidos, permiten ganar amnistía o premios en oro, y
generalmente son patrocinadas por hombres adinerados para conquistar la aprobación
del populacho de sus respectivas ciudades. A veces, estos hombres son
comerciantes que de ese modo desean prestigiar sus propios productos; otras,
los patrocinadores practican el derecho, y abrigan la esperanza de ganar los
votos del jurado; y otras, por último, son Ubares o Altos Iniciados que
consideran conveniente alegrar a la multitud. Estos encuentros, en los cuales
se sacrifican vidas, solían ser populares en Ar, y allí los patrocinaba la
Casta de los Iniciados, cuyos miembros se consideran intermediarios entre los
Reyes Sacerdotes y los hombres, aunque creo que en general saben de los Reyes
Sacerdotes tan poco como los restantes hombres. Estas disputas fueron
prohibidas en Ar cuando Kazrak de Puerto Kar llegó a ser Administrador de esa
ciudad. Su actitud no le mereció el aprecio de la poderosa Casta de los
Iniciados.
Pero me
complace agregar que los concursos y las ferias no proponen nada más peligroso
que la lucha libre, que no implica riesgo de muerte. La mayoría de las
competiciones tienen que ver con las carreras pedestres, las competiciones de
fuerza y la habilidad en el manejo del arco y de la lanza. En otros concursos
se enfrentan coros, poetas e instrumentistas de diferentes ciudades. Tuve un
amigo, Andreas, de la ciudad desértica de Tor, miembro de la Casta de los
Poetas, que cierta vez cantó en la feria y conquistó un gorro lleno de oro. Y
quizá sea innecesario agregar que en las calles de las ferias hay muchos
juglares, titiriteros, músicos y acróbatas, que, lejos de los teatros, compiten
al modo antiguo por los discotarns de cobre que les arroja la multitud agitada
y turbulenta.
En las
ferias se venden muchos objetos, y he visto tejidos y vinos, lana cruda, sedas
y brocados, objetos de cobre y vajilla, alfombras y tapices, maderas y pieles,
cueros, azahar, armas y flechas, monturas y arneses, anillos, brazaletes y
collares, cintos y sandalias, lámparas y aceite, medicinas y carnes y granos, y
animales como los fieros tarns, las monturas aladas de Gor, y tharlariones, los
lagartos domesticados, y largas hileras de miserables esclavos, masculinos y
femeninos.
Aunque en
la feria esté prohibido esclavizar a nadie, dentro de sus límites se pueden
comprar y vender esclavos, y los esclavistas ganan mucho. La razón es no sólo
que allí hay un mercado excelente para toda clase de artículos, pues van y
vienen hombres de diferentes ciudades, sino que se espera que cada goreano,
hombre o mujer, por lo menos una vez en su vida, antes de cumplir los
veinticinco años vea las Montañas Sardar, en honor de los Reyes Sacerdotes. Por
eso mismo, los piratas y los proscritos que acechan en los caminos emboscan y
atacan a las caravanas que se dirigen a la feria, y si tienen éxito a menudo
ven recompensados sus malignos esfuerzos no sólo con metales y ropas.
Esta
peregrinación a las Sardar, promovida por los Reyes Sacerdotes de acuerdo con
la Casta de los Iniciados, sin duda representa su papel en la distribución de
la belleza entre las ciudades hostiles de Gor. Los varones de la caravana a
menudo mueren o huyen; en cambio las mujeres se convierten en esclavas y tienen
que seguir a pie hasta la feria, o si los tharlariones de la caravana resultan
muertos o huyeron, tienen que transportar sobre los hombros además, los
artículos secuestrados. Un efecto práctico de los edictos de los Reyes
Sacerdotes es que una joven goreana por lo menos una vez en su vida deba
abandonar los muros de su ciudad y correr el riesgo muy grave de convertirse en
esclava, o en posesión de un pirata o de un proscrito.
Las
expediciones que salen de las ciudades están muy bien defendidas, pero también
los piratas y los proscritos pueden agrupar elevado número de hombres; y a
veces, lo que es incluso más peligroso, los guerreros de la ciudad atacan la
caravana de otra. Digamos, de paso, que ésta es una de las causas más
frecuentes de guerra entre dichas ciudades. El hecho de que los guerreros de
una ciudad usen a veces los distintivos de ciudades hostiles a la suya propia,
viene a provocar una situación que agrava las disputas internas que afligen a
las ciudades goreanas.
Concebí
estos pensamientos mientras veía a algunos hombres de Puerto Kar, una ciudad
costera y salvaje del Golfo de Tamber, que estaban exhibiendo a una serie de
veinte jóvenes recién capturadas. La mayoría eran mujeres muy bellas. Venían de
la ciudad isleña de Cos y sin duda habían sido capturadas en el mar, después de
incendiar y hundir el barco en que viajaban. Las jóvenes estaban encadenadas
entre sí, las muñecas aseguradas a la espalda con brazaletes para esclavos, y
arrodilladas en la postura característica de las esclavas de placer. Cuando un
posible comprador se detenía frente a una de ellas, uno de los bandidos
barbudos de Puerto Kar la tocaba con el látigo y la obligaba a alzar la cabeza,
y a repetir la frase ritual de la esclava inspeccionada: —Cómprame, Amo—.
Habían pensado ir a las Montañas Sardar como mujeres libres, para cumplir sus
obligaciones con los Reyes Sacerdotes. Salían de allí como esclavas. Me aparté
del espectáculo.
Mi problema
tenía que ver con los Reyes Sacerdotes de Gor.
En efecto,
había llegado a las Sardar para encontrar a los fabulosos Reyes Sacerdotes,
cuyo poder incomparable influía de un modo tan complejo en el destino de las
ciudades y los hombres de la Contratierra.
Se dice que
los Reyes Sacerdotes saben todo lo que ocurre en su mundo, y que les basta
alzar la mano para convocar a todas las potencias del universo; por mi parte
había conocido el poder de los Reyes Sacerdotes, y sabía que dichos seres
existían. Yo mismo había viajado en una nave de los Reyes Sacerdotes que dos
veces me había llevado a ese mundo; había visto su poder, que ejercido de un
modo tan sutil alteraba los movimientos de la aguja de una brújula, y tan
brutal que destruía una ciudad sin dejar detrás ni siquiera las piedras que
antes habían sido la morada de los hombres.
Se dice que
ni las complicaciones físicas del cosmos ni los sentimientos de los seres
humanos están fuera del alcance de su poder, que las sensaciones de los hombres
y los movimientos de los átomos y las estrellas son una sola cosa para ellos,
que pueden controlar hasta la misma fuerza de la gravedad y desviar los
corazones de los seres humanos; pero pongo en duda esta última afirmación, pues
cierta vez, en un camino que llevaba a Ko-ro-ba, mi ciudad, conocí a uno que
había sido mensajero de los Reyes Sacerdotes, que había sabido desobedecerles,
y de cuyo cráneo quemado y herido había retirado un puñado de alambres de oro.
Los Reyes
Sacerdotes lo habían destruido con el mismo gesto trivial con que hubieran podido
desechar una sandalia. Le destruyeron con una brutalidad grotesca,
inmediatamente, pero yo me decía a mí mismo que lo importante era que él
hubiera desobedecido, que podía desobedecer, que había elegido la muerte
ignominiosa que, bien lo sabía, tendría a consecuencia de su desobediencia.
Había elegido su libertad, pese a que, como decían los goreanos, esa virtud le
había llevado a las Ciudades del Polvo, donde creo que ni siquiera los Reyes
Sacerdotes deseaban ir. En su condición de hombre había alzado el puño contra
el poder de los Reyes Sacerdotes, y por eso había muerto, en una muerte
desafiante y horrible, pero de excelsa nobleza.
Pertenezco
a la Casta de los Guerreros, y nuestro código afirma que la única muerte
apropiada para un hombre es la que recibe en el curso de una batalla; pero yo
no puedo creer que eso sea cierto, pues el hombre a quien vi una vez en el
camino a Ko-ro-ba, murió bien, y me enseñó que no toda la sabiduría y la verdad
están en mis propios códigos.
Mi asunto
con los Reyes Sacerdotes es sencillo, como lo son la mayoría de los temas de
honor y de sangre. Por una razón que desconozco, destruyeron mi ciudad,
Ko-ro-ba, y dispersaron a mi pueblo. No he podido saber el destino de mi padre,
mis amigos, mis compañeros guerreros, y mi amada Talena —la que era hija de
Marlenus, que había sido otrora Ubar de Ar—, mi dulce, mi fiel y salvaje, mi
gentil y bello amor, la que es mi Compañera Libre, mi Talena, por siempre la
Ubara de mi corazón, la que arde eternamente en la tierna y solitaria oscuridad
de mis sueños. Sí, tengo asuntos que tratar con los Reyes Sacerdotes de Gor.